He caminado como un rostro.
Exactamente era también una latitud.
Una escencia.
La deliberación junto a la unidad.
El capítulo del epistolario de la aguja.
Un sonido que desliza por la tarde cosas ajenas
como lo milenario.
Que desprende una ilusión junto a un barco
donde sólo la ola una y otra vez golpea
-lo último es un predicado-
buscando antes del objeto,
en el navío,
ese periodo anterior a los antepasados.
Recorro las esquirlas.
Algunas más que otras escriben aún sobre los dirigibles.
Otras son herraduras que la ilusión fortalece en
una gravedad donde los lirios
describen cuadrigueros o albas, estaciones o fríos.
He atravesado ese caminar con un rostro que
también era una cara, que se comportaba en el gesto
y describía en él, ese aprendizaje dotado de
supersticiones como los caballos o
las siluetas de aquellos que
aprender a amarlos
debajo de un periodico
de un cronograma
de un cielo lleno de mancuernas o pelicanos
todo ello -claro está- despierta hacia
colonias o replicas donde el amor es un bosque
denominado selva a veces por un simio.
Lunares en el platano.
Reminiscencias de bordes en cuyo devenir
el tiempo ha descubierto los funerales de un color
amarillo, como la perpetuidad de un monje
en la oración o esos castillos sagrados
para una polilla que roe
en la madera
las historias secretas del carbono,
la anti-conciencia del purpura,
el situarse esta aurora entre un halcón y ese
tragico horizonte que la aurora
posa llena de gracia en el horizonte.
Para que sólo la magia pueda percibirla.
las historias secretas del carbono,
la anti-conciencia del purpura,
el situarse esta aurora entre un halcón y ese
tragico horizonte que la aurora
posa llena de gracia en el horizonte.
Para que sólo la magia pueda percibirla.
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