Algunas de estas ciudades son libres.
Otras llegan hasta las mitologìas.
Existen las que llenan de bacìlicas
el mundo: son pavimentos todas.
Como yacimientos de iones entre
la veleidad, compaginan piedras
secretas hasta crear lo solido. Lo que
apenas decimos, lo que interroga
simultaneamente desde un alfiler.
Caminan a las plazas estas ciudades
provienen de fantàsticas plateas en el ocio.
De tal ocio podrìamos decir que no puede
compararse a las piernas o las manos
y que ambas siempre son alimentadas
por los higados.
Si estas ciudades volvieran desde el
puercoespìn lo entenderìa, apenas sè
que son antepasados. Que llevan
croquis y seminarios, que caminan al
fulgor de los relàmpagos con otros
colmillos. Y todo esto porque esas
cuidades yerran con el aire y este
borrase a cada instante en nosotros.
No conocemos mucho de esas ciudades.
La parte que donde se comunica a travès
de civilizaciones es indefinible, no conocèmos
su parte del mar del cual fueron
arrancadas, tampoco su costumbres
de futuro en el pelo, con todo ese
conocimiento de una ciudad - aùn con
ese- no llegamos tan lejos.
Tienen calles, veredas y zocalos
vagan por el azul en forma inmediata
y si contornease algo en el lapìz, es
una oraciòn que devienen en ellas
en epifanìa.
Presentan de noche meridianos.
Despiertan al ser antes que al ente.
Por momentos detallan crucigramas al
pelo y con cierta predisposiciòn al
atardecer, descifran alquimias.
Son naipes devorados por brillos
de saltamontes, alcantarillas que
refriegan su corazòn en el azar,
sarmientos posibles entre los
predicados.
Llevan barcos de platino en sus
frentes, navìos con esquemas de
adulterio en una hoja gris, esparcidas
por lineas de ultramar y escamas
regresando a la sombra con la
sensualidad de un invierno
de aceite en los tallos.
Son ciudades gnoseologicas de
buques de aluminio,
donde una saeta entrega a
un marinero su atardecer de craneo
su intimidad de parietal con
toda sacudida en la belleza
esa belleza que a veces -sòlo en
oraciones-
alcanza el heliotropo.
un marinero su atardecer de craneo
su intimidad de parietal con
toda sacudida en la belleza
esa belleza que a veces -sòlo en
oraciones-
alcanza el heliotropo.
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