jueves, 5 de febrero de 2015

Los Brazos Marrones del Anhelido




Llamé por un nombre diferente a las cosas
cuando no conocía el vuelo. También había 
encontrado en ellas las alas.

En ese entonces, vivía más a diario y era
proporcional a la lumbre, lo digo porque
encendía constantemente una llama.

En aquella llama conocí la yesca y en medio
de ambas el lampo. Hubo un hecho más, pero 
para que el lampo lograra suspenderse, debía
ser desconocido; esa era toda su naturaleza.

Además supongo que un libro, nos encuentra 
debajo de los cabellos, justamente cuando un
mito se convierte en desición y algún brillo
intenta tocar desesperadamente el destello
transformandose asi en una solitaria
percepción de otro cuerpo.

Siniestra la figura de un pájaro emanando
circulos. Algunos sonidos rememoran allí
la conmoción, la sacudida del lenguaje en
el helio, el hiato del monólogo.

Fuí incriminado en esas paginas que dibuja
el boreas. Involucrado hasta transformar mi
espíritu en un extranjero que enumera los
puentes. Contuve nombres semejantes a las
dagas. Imaginé el bozal de esa prosa, donde 
todos los ríos son léxicos -sin duda lo son- pero
no lo digo sólo por su transparencia.

Volví a estar solo buscando inutiles gemas 
cada noche.

Descubrí al nictalope en el habla y guarde 
para este momento, algo amarillo como la
humedad y la tarde.

Pero basicamente convoqué más de un forma,
llegué al cuadrado con esa precisión del ave
al concentrarse en los jardines del cielo. Los 
jardines en el cielo siempre son de barro.

Medité en esa vida igual a una pirámide, me
desprendí de polen y granizos, para llegar como
una estación hasta el idioma, hasta el eje del
protozuario en la mimesis y el pavimento
de semidios que adquiere cuando no 
pensamos en ella, la distancia.

Esa distancia que en este momento vuelve
todo prohibido.

En los brazos marrones de un anhelido.







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