lunes, 11 de abril de 2016

Invictos Overoles






Yo me puedo detener, eso se entiende.
Dejar de confiscar una aguja si de eso se tratara.
No conjurar un teatro de peines ademas de moluzcos.
Ya no observar en un rìo las medallas de adobe
que circunvalan las placentas.

Pero tambièn puedo escarbar, llenar los dìas de
soplos que juntan chimeneas y presionan los
angulos celestes de una angustiosa barricada
congestionada entre transitos de selvas y
depiladores de humo.

Incluso podrìa adjudicarme la idea del horror 
en uno de los vagones donde las torres
han introducido sus raices de trigo.

Y asumiendo que los vagones sean de trigo, 
tambièn puedo alargar ese movimiento de plastico
rendido entre las azucenas, con un motor tan
obvio en las evidencias de sus pupilas,
con algo semejante a aquello que los barcos recrean,
en el color de una bacilica entre serpentinas.

Yo puedo escribir, incluso adjuntar un verbo
porque eso de alguna manera es inevitable cuando
pronunciamos en el lenguaje y de allì lo conducimos
a las cosas que llevan un reloj -a veces- sagrado de 
albumina.

Y por eso no oculto mi amor por los perdigones
por las ciudades antiguas donde los margenes
respiran entre cadenas de quimicos soplos
retornando a la fosforescencia, entre naipes
industriales que han sido supersticiosos como una
quimera casi todas sus tardes.

No. No oculto tampoco los corceles que evolucionaron
a los dromedarios, ni la estela que se hizo continua en 
la medida que un astro vagaba pequeño entre acertijos
de sonatas en la hierba, oscurecida por las
abominaciones de un plantigrado.

Allì donde cantan invictos overoles.





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