Tenìa un paìs.
Vivì en èl como en un manantial.
Pensè en su estirpe, con los milagros que el
viento hunde lejanamente en el petroleo.
Luces de hierro.
Arrecifes de instrumentos que recogen sus corzos de la hierba.
Regimenes de percusiones con los cuales volvemos
silenciosamente al timpano.
Màscaras de azufre para la madurez de aquella
agricultura con poses post-modernas de
azogue.
Por eso tuve un paìs.
Inspirado por antiguedades y dequeismos.
Soleado por el nitrògeno y el iridio rosaceo de los
centros comerciales.
Tensado por la nieve que cruza el algodòn en
invierno.
Catapultado a la esclavitud de los bolidos en
el cielo.
Simetrico, sedicioso, evaporado por el calor
de una formula para una casa de adobe
donde habitan los cuadernos
y en sus espìritus, aquellos hematomas que
denominamos palabras.
Tenìa un paìs.
Aùn lo tengo.
El problema es como lo vuelvo a encontrar
en el coraòn de esas palabras.
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