martes, 10 de mayo de 2016
Las Cortinas de los Aneroides
La noche escribe en la colina de un santuario
donde florecen las venas entre manantiales de druidas.
Fragmentos de limbos sobre inviernos de soplos
donde la imagen llega al mar con una retina de iris
completan el hambre de las figuras.
La noche con experiencia de mastil en el oxido
-por donde alguna vez durmieron las legañas- lanza
hacia la espuma coordenadas de oxigeno.
Cristales de lobos hunden sus patas en los reflejos.
Los descenlaces de la nieve son de espejos ahora.
Edificios de agua llegando de los acantilados se
deshacen de los vidrios en las ventanas, bajo la codicia
de radiactivos humos.
Los nombres se entrelazan y bajo colisiones de neòn
crean la carne, el verbo inundado de piñas y el elixir de
un puma con origenes de andanadas espirales.
Identidad de la flor que muerde el horizonte con una
grua de eter donde la miseria aùn descuelga una piragua
encerrada entre prisiones de loto.
Identidad de un tallo que emigra hacia el corazòn de
los lapìces, donde los silencios se recogen en el musgo
bajo epocas de paciente nihilismo como el
que florece en las ramas de los
àrboles y que a veces conocemos con el nombre de
hojas.
Pensamientos de ensueño a travès de los virajes
donde la imaginaciòn porta un feretro lleno de ecos
y de muselinas amarillas para el ozono.
La noche escribe en la colina de un santuario donde
ya antes fueron conjurados los molinos.
Es una noche llena de dirigibles que exhortan, de
inhospitos pulsos que agonizan, de exoticos trances que
mueren.
En la merienda de un castillo de sangre, los murcielagos
construyen sus bosques, meditabundos y ancestrales
como un deseo.
Como un ansia que llega de un perimetro.
Como una velocidad que llega de un megàfono.
Rotando infinitamente entre cortinas aladas y
aneorides.
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