sábado, 21 de mayo de 2016
La Idea de un Arbol
Tener una idea del àrbol.
Escribir en èl, sobre el doquier y la luz.
Extasiarse de vez en cuando en el mundo que
inunda con su peso, uno entero de luciernagas, por
ejemplo.
Alimetarse tambièn de luciernagas mientras
ponen sus limites a las hojas.
Regresar a la piel con un epicentro o
un hemiciclo, llevando puertas de papel en sus
interiores. En una de ellas
el climax dejò de pertenecer a las
bacilicas.
Tener una idea muy personal de los maleficios
cuando penetran los nudos de las calles.
Llegar a la adivinaciòn sin necesidad de devorar
la continuidad de los fuegos. Despertarse
en la hora de los sastres.
Organizar marchas de escamas que se puedan ver
por màs lejanas que se encuentren.
Tener un àrbol en un jardìn,
-digamos-
Mirar desde ese jardìn el barro de sus raices.
Pensar en un jabalì.
Creer en ello como un templo o una ceremonia
donde algunos de los objetos cierran sus ojos para
poder contemplar desde la oscuridad, la
penumbra.
Ser màs la oscuridad o la hierba que aquello
que duerme en la penumbra. Tambièn serlo.
Conjugar animales de sol en la anilina.
Vivir bajo una sombra llena de sustantivos
o cohetes que no van a la luna ni los restaurantes.
Seguir a los diametros.
Llevar espolones para cortar un pedazo de esa
sombra enseñada por la penumbra.
Intentar sembrar allì un màstil.
Observar a la luna mientras las reliquias
juegan con un astro de trapo en los brocales, donde
todo fervor del exhalo parace boreal y marino.
Dormir como lo hace la naturaleza.
Y entre sueños, soñar como ella.
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