jueves, 19 de mayo de 2016

La Llegada de la Realidad







El otoño florece.
Igual a una ciudad que crece en las orillas
de un rìo, el otoño florece en 
las orillas del frìo. De los
pàjaros que llevan el granizo
en sus alas.

Yo pienso en èl, mientras los àrboles
reflexionan y las embarcaciones alojan
en las escaleras, el sonido al morir
de algo escarlata.

Pienso en ello, con la esperanza de hallar
un ambiente que sea lìrico para posarlo en
el cinismo de un rostro -por ejemplo- o en
las embajadas que el polen ha creado 
en una habitaciòn de atùn, de la
cual partì esta mañana
en busca de un mandamiento de madera.

Algo semejante a lo inasible, digamos.

Y ya que casi todo lo inasible no se acerca 
a la epifanìa

-hay interiores de palabras que lo objetan-

quedarìa lo inasible
por si mismo, entonando culturas de
higos entre los zoologicos
o los mamìferos donde el sol es màs
azul que un contenido generico
arratrando artròpodos.


El otoño florece.
Por alguna especie de mandibula y caricatura
el amor tiene una fecha para los castigos
y el idilio queda ensamblado en una alabarda
donde el erotismo, deja su mas purpura
incandescencia, para tiempos en que
las manos que llevan las llaves
comprendan que no hay manera
de arrancar el helio de un dirigible, ni portar
una barba en las yemas en epocas
de secuencias y absolutos
analisis para devorarlos.

El otoño florece.
Es algo tan simple como un hecho.
Como un calendario donde me pongo a suplir
las asonadas en mi pecho, por otras que
llegan de un hilo, invadiendo las
avenidas donde los
simulacros 
esperan con labios de aceite la llegada
de un puente
hecho de piel en alguno de mis sueños.

Un sueño que en este otoño no esperarà
la llegada de la realidad para llegar a ella.

Simplemente regresarà a ella.















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