jueves, 26 de junio de 2014

El Abanico en la Estrofa







Exiliabanse desde el sudor árboles con gotas de carne; treboles
de lluvia y abismo acercándose a un oido.

Ballestas donde las marionetas abrían un cerco de oxido
estampado en las aguas como las liebres del ocaso
cuando aguardan nictalopes de lumen.

Yo recordaba una pluma como el pelicano de antiguos
pleonasmos, donde el eco vuelve evanescente a las
ondulaciones; yo recordaba los sigilos cuando la
textualidad busca su espíritu en el desierto guiada por 
una linea; un punto donde los hemisferios
vuelven al coral abanicados por la 
sensación de una ola o el 
errante difuminarse de la espuma, cuando su ser
rompe en la orilla.


Pero exiliabanse árboles y el recurso del poema en ellos
era una misteriosa sincronicidad
con la vida: no podía ser estética pues cuando los puentes eran
de barro y los cometas dejaban de ser azules para vagar
blanquecinos por la inmensidad.

No era estética pues la ciencia dejaba de ser epistemologa
allí mastodontes anulabam un ritmo y alineabanse molinos
desde una rama semejante a un grillete; empalada
 la inteligencia; la sutil copa del gorjeo
entonando deliciosas sentencias para los vaticinios.

Desterrabase un reino.
Una dinastía donde quemabase el carbón.
Una ojera en la cual los linces son disecados hasta
el alba.

Y todo ello ya lo habíamos leido en alguna gasa de
lumen, una que llevaba en sus latidos
una hermosa y abominable 
profecía.






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