sábado, 2 de enero de 2016

El Vaivén de las Sogas






Haber llegado al puerto con un nudo que 
dibujaba en cada elegía, el vaivén de
sus sogas.

Ver a contraluz un pseudónimo.

Grabar un orificio de devenir en un cuerpo
arrancado por el pubis a la madera.

Creer en el día siguiente para volver a seguir
a los tornasoles.

Pensar en incursiones que alientan veranos de sodio
en las uñas y todo es marrón desde la perspectiva del tronco
de un árbol.

Intentar grabar en una cisterna el galope del oceano.

Preguntar a los aerosoles. Incluir en nuestro menú
una custodía.

Tomar una intención del sueño.

Abrir las puertas como si tuvieras que abrir una piel.

Observar proscriptos de cobre en una moneda. 
Tocar en la escollera ese metal que el mar difumina en
una especie de brillante malla de combustible.

Llamar a las superficies con nombres que sugieren una casa
o un lecho de frío abandonado por los cuerpos donde el
sudor dejado por los mismos vuelve a convertirse
en nieve.

Tocar el petroleo que hay en la brisa.

Acariciar el mundo que continua en el follaje con
la silueta de una concha.

Recordar la incandescencia del clavo.
Saltar del acento a un animal.
Ver las aperturas del caos por la noche en un objeto
infinito.

Escarbar en una mente que lleva temporadas de
clarividencias en sus sesos.

Conservar para siempre el sonido del mar en el oido.

Conservarlo y con el mismo irse lejos. Tan lejos.

Como aquel horizonte donde los tremantes en el poniente
vuelven a conquistar la tierra.





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