martes, 7 de octubre de 2014
Estaciòn de Ocarina
Tampoco el cielo, el manifiesto del lenguaje o
uno de sus hechos con espacios milimetricos
derivando hacia grises fotosintesis.
El plano exacto de una dicotomìa que arrastra
una linea al pavimento, con colores de nogales
y horizontes lògicos e incomprensibles.
Tampoco el agua disecada en los paramos del
interior donde la subjetividad es aùn un pais
con volcanica actividad de elfos.
No es la eternidad que determinamos por el
escrùpulo o el vaiven situado en la punta del
estuario lleno de veleros y bolicheras.
Jamàs el idilio del temple disputando la aguja
de la aurora a los cefiros y mientras tanto una
cofradìa de esquimales lograse misteriosa.
Mucho menos el ancla provista de garrochas
al incriminarse en castillos, donde las figuras
son siempre como rosados ecos cristalinos.
No es la transparencia que hoy termina en
el espacio con nùmeros de sogas y latigos
de nieve equilibrandose entre los azufres.
Tampoco la adolescencia del himno en una
meseta donde eventualmente el brillo existe
segùn el poema que empieza a regar el alba.
Y segùn ese poema el contenido del magma
idealiza los imanes por donde alguna vez
descendemos al polvo con una reliquia.
No es el ruido de la estela convertida en
gravedad por un hemisferio y mimeticos
los barcos que empiezan a digerir moluscos.
Tampoco el garfio, la secreta estaciòn de
los cipreses en las estaciones, donde el dìa
consiste en agilizar un vuelo de ocarina.
Un vuelo que desnuda la imaginaciòn, que
es festìn de grises aniversarios con los rieles.
Allì, donde sòlo el ser de la poesìa empieza.
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