Poesía
Bebo en la aurora el beso de los muertos,
la serpentina de espuma sobre la superficie,
cimbreando como el ala rota de una espada.
Entonces, eran míos los minaretes
y quebraban centinelas de nieve en la copa,
donde se alzó alguna vez el resplandor,
ese lampo que necesito de un rocío
o la brasa de una amenaza para vivir.
Bebo la noche de la cual me he separado,
el profeta en sus labios convirtiendo
cada palabra en una pitonisa.
En una melodía que hacia la distancia
dirige sus desiertos
y brama en el exilio de un juguete
azulado por una montaña,
por un amanecer de cristales,
cada uno recogiendo sueños de antorchas
y precipicios devorados por el amor,
ese genio de lumbre levantando incienzos,
emergiendo arenas,
estuarios que inundan el haz del anhelo
y en laberintos de terciopelo lo confunden,
este es el lugar, el tiempo y la mirada,
de ti en la espuma no creas al que espera,
muerde el ojo de un guardían
y abre en la soledad cualquier sepulcro,
hay de aquellos que miran aún el granizo,
hay de aquellos que cogen leyendas de piedras
y escolleras donde fue un guerrero el mar,
y ahora la silueta recuerda que se hizo milenaria
en un sueño.
Pero hoy, fibra apenas de un gigante espera la caricia
que es tormenta,
que vaga en la lejanía mientras su furía
despierta en las entrañas
de aquel que contempla sólo un deseo,
el voluptuoso morir de un hombre,
que descubre entre la piedra y el mar
el maravilloso beso de los muertos.
Guillermo Isaac Paredes Mattos
Lima, 2004
jueves, 15 de abril de 2010
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