jueves, 13 de julio de 2017

El Desayuno de Madera





Creo que los elefantes no limitan con el agua
y las palabras poseen un propio curso.

Que nos encontramos en el infierno en la medida
que atravesamos el paraíso. Esa podría nuestra
médula.

Que la experiencia es un corte de sal en el oido.
Y detrás de las brújulas hay nombres como el tiempo
de manera amarilla.

Creo en los rostros habitados por las agujas durante
la noche y en aquellos gelidos amaneceres donde a cada instante
parece despuntar un alba que sólo al final despierta.

En las ramas donde los pájaros habitan formas de puñales
dormidos en los craneos.

En las cabelleras o los universos de sol con heliotropos.
En el lirismo de alguno de mis sueños descendiendo por el
espíritu de sus propias encrucijadas o acertijos. Esa es su única
relación con lo divino.

Creo en algún rinoceronte que ví alguna vez en mi infancia.
Aún en ella debe estar destruyendo las ciudades.
Las ceremonias. El ambar y el solsticio de todos mis 
rituales.

En el verbo.
En las iconografías. En las xilografías.
En mi desayuno con un pan de madera todas las mañanas.
En las bandadas de nieve que memorizan la estructura del naipe
y alguna que otra tesitura; bandadas que veo en este cuarto
llegar a las serpentinas o el relieve.

Creo en esos relieves.
A modo de espirales que cruzan mi pensamiento creo en ellos.
En su color celeste-azul lleno de monografías.
De conventos y lapices hundiendo sus rasgos entre los papiros.
Entre las bocanadas.
En esas temporadas de aceite que un niño coloca sobre un higo
para ver la tierra.

Y lo primero que encuentra es una idea.

Donde un pensamiento se forma.

Y el mismo afirma nada más que un elefante no limita con 
el agua.

Y sobre cada aguja del universo las palabras encuentran
su curso solitario.














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