Ha pasado algùn tiempo desde los crespones y las
incrustaciones. Los sacrificios eligieron sus circulos entre
las alcantarillas y el sentido de la brea humedeciò
pelicanos de humo.
Entre el estadìo y la cota, seres de ramplas
llegaron a la objetividad con una mandibula y àrboles
semejantes a los sargazos lo hiceron con una
cèlula de oceano.
Ha pasado el tiempo desde todos los perihelios.
Los espectros llegaron a la orilla para mostrar su latido.
Los vaticinios alcanzaron el torpor de una mandibula
entre los profugos y en un nido de horizontes
se hizo una sola la distancia.
Espejos de aire entre los cartilagos.
Espejos como el sitio de una aleta en los frutos
donde la imagen del candelabro desvanece la de un ofertorio.
Personajes de matiz rojo en las urnas de un prodigioso
y universal fragmento de espuma, donde el concepto posa en el
barranco cosas extrañas como las numismàticas o los
tejidos irrumpiendo en una boca, llena de
luces y telarañas.
El opalo rasga la medula.
El opalo vuelve a la sediciòn entre nocturnos setos donde
el veneno coloca el ambar entre los pètalos
hasta la llegada de un proximo invierno. El opalo que es rango
al final de lo que no se escribe, de aquello que se olvida
en el lampo de la memoria, hasta la edad de las
reencarnaciones.
Han pasado lustros, siglos desde que miro en los epicentros
los racimos de un àrbol que cruza la calle
lleno de transfiguraciones.
Fermentandose silenciosamente.
Igual que todas las cosas.
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