Después de la palabra una lechuza.
Un recipiente crepuscularmente disciplinado.
Un gesto preliminar adherido a una franja.
Un palacio o un nómade.
El reguero en el que son sometidas las anclas
y son limadas por lo invisible hasta convertirse
en cotas o perímetros.
En estadio y molécula por la que
la inercia coloca la gravedad entre las cosas.
Claro, hay eventos anti-gravitacionales.
El vuelo por ejemplo.
Cualquier estereotipo.
El indicio -cualquier indicio- cultural de la brea.
Y observa, una linea en el rostro puede dejar
que salga de nuestra piel un satélite.
De nuestro cráneo posiblemente un astro.
De nuestras manos un invierno que -como este-
pavimenta los idus.
Eso tan ebrio de leyes que es base de casi todos
los horóscopos.
De inusualmente los tatuajes.
Goteo del zigzag en una copa dormida
en que electricidades y esporas escenifican
el culto a los relieves.
Esa llegada a un jardín donde se baten nuestros
antepasados con una jarra de falsos profetas
inundada de anilina.
De cartón o juramentos de plástico
sometidos por la caspa.
Por un vaticinio de multitudes
que reciben el horizonte de una noche.
Y sólo la mirada en lo más profundo sabe que en
ese horizonte jadean infinitas
las cenizas.
Y que cierta imagen oprimida en ellas
alude a una mañana.
Incandescente -como el sudor de toda religión- en las
copas de los árboles.
Mientras un brillo oculto en ellas digiere.
Y otro regresando a su enigma
empieza.
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